Published: December 25, 2020
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Audiolibro visual: El Conde de Montecristo

Narración de un fragmento de la historia de Alejandro Dumas con ilustraciones originales.

La búsqueda del tesoro

En este pasaje del capítulo 24, Deslumbramiento, Edmond Dantès busca el tesoro escondido en la isla de Montecristo. Los dibujos de cada página fueron realizados en Krita.

  1. Versión inglés
  2. Versión francés
  3. Versión italiano
  4. Música de fondo
  5. Transcripción español

Narración en español

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Narración en italiano

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Música de fondo

La música puede escucharse mejor sin narración aquí: Éblouissement.

Transcripción del pasaje en español

Nueva traducción (2020) del original en francés.

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La isla estaba desierta. El sol, en su cenit, la abarcaba en toda su magnitud con su mirada de fuego; a lo lejos, barquillas de pescadores desplegaban sus alas en un mar de azul zafiro. Dantés aún no había comido nada, pero en semejante momento no pensaba en comer; tomó un trago de ron y volvió a ingresar a la gruta con un renovado coraje. El pico, que le había parecido tan pesado, se había vuelto liviano; lo levantó como una pluma, y prosiguió con su tarea.

Tras unos golpes, advirtió que las piedras no estaban incrustadas, sino colocadas unas sobre otras y recubiertas con barniz. Introdujo la punta del pico en una de las fisuras, se apoyó en el mango y vio lleno de júbilo caer la piedra a sus pies. A partir de entonces, Dantés ya no tuvo que hacer otra cosa que tirar de cada piedra con la pala de hierro del pico, y así fueron cayendo una a una. Edmundo hubiera podido ingresar por la abertura dejada al quitar la primera piedra; pero demorar algunos instantes más era una forma de retardar la certeza aferrándose a la esperanza.

Finalmente, tras una nueva vacilación momentánea, Dantés pasa de la primera a la segunda gruta. Esta segunda gruta era más baja, más oscura y de un aspecto más escalofriante que la primera; el aire, que sólo penetraba por la abertura que acababa de realizar, estaba impregnado de ese olor mefítico que Dantés se extrañó de no hallar en la primera. Dantés dio tiempo para que el aire del exterior renovase esta atmósfera muerta, e ingresó.

A la izquierda de la abertura había un rincón oscuro y profundo. Pero, como ya hemos dicho, para los ojos de Dantés no había tinieblas. Miró alrededor de la segunda gruta: estaba vacía como la primera. El tesoro, si existía, estaba enterrado en aquel rincón oscuro. Había llegado la hora de la angustia; dos pies de tierra a excavar era todo lo que separaba a Dantés de su mayor alegría o de su mayor desesperanza. Se acercó al rincón, y como apoderado de una determinación repentina, atacó el suelo con audacia. Al quinto o sexto golpe con el pico, el hierro resonó contra hierro.

Jamás un toque fúnebre, jamás una campanada estremecedora causó semejante impresión en el oyente. Dantés no podría haber encontrado nada que lo hubiera hecho palidecer más intensamente. Volvió a clavar el pico a un lado de su primera excavación, y encontró la misma resistencia, pero no el mismo sonido. —Es un cofre de madera, con bandas de hierro, exclamó. En ese momento, una sombra cruzó rápidamente bloqueando la luz del día.

Dantés dejó caer el pico, recogió su fusil, atravesó la abertura y se precipitó al exterior. Una cabra salvaje había saltado sobre la primera entrada de la gruta y pastaba a poca distancia. Era una buena ocasión de procurarse la cena, pero Dantés temió que el disparo de su fusil llamase la atención de alguien. Reflexionó un momento, cortó la rama de un árbol resinoso, fue a encenderla en el fuego aún humeante donde los contrabandistas habían cocinado su almuerzo, y volvió con esa antorcha. No quería perderse ningún detalle de lo que iba a ver.

Acercó la antorcha al hoyo deforme e inacabado, y se dio cuenta de que no se había equivocado: sus golpes dieron alternativamente en hierro y en madera. Clavó la antorcha en la tierra y continuó su trabajo. En un instante, Dantés despejó un área de unos tres pies de ancho por dos de largo, y logró distinguir un cofre de madera de roble, guarnecido de hierro cincelado. En el medio de la tapa, en una lámina de plata a la que la tierra no había podido quitar el lustre, brillaba el escudo de armas de la familia Spada, es decir, una espada en posición vertical en una cimera oval, como las cimeras italianas, y coronado por un capelo.

Dantés lo reconoció muy fácilmente. ¡El abate Faria se lo había dibujado tantas veces! No cabía la menor duda, seguramente el tesoro estaba ahí; no se hubieran tomado tantas precauciones para colocar en este lugar un cofre vacío. En un instante, Dantés quitó la tierra alrededor del cofre, y vio aparecer primero la cerradura en el medio, situada entre dos candados y luego las asas de los lados, todo cincelado, como se solía cincelar en esa época en la que el arte volvía preciosos los más bajos metales. Dantés sujetó el cofre por las asas e intentó levantarlo; era imposible.

Dantés intentó abrirlo, pero la cerradura y los candados estaban cerrados; estos fieles guardianes no parecían dispuestos a entregar su tesoro. Dantés introdujo la parte cortante del pico en la rendija de la tapa, aplicó su peso sobre el mango, y la tapa estalló con un gran chirrido. La ruptura de las placas de madera inutilizó las bisagras, que también saltaron, aferrándose a las tablas rotas en su caída, y el cofre se abrió. Una fiebre vertiginosa se apoderó de Dantés; recogió su fusil, lo amartilló y lo colocó a su lado.

Primero cerró los ojos, como hacen los niños para percibir, en la noche resplandeciente de su imaginación, más estrellas de las que pueden contar en un cielo todavía iluminado; luego volvió a abrirlos y quedó deslumbrado. El cofre estaba dividido en tres compartimientos.

En el primero brillaban escudos de oro con reflejos leonados. En el segundo, lingotes sin lustre, acomodados en orden, pero que sólo tenían el peso y el valor del oro. En el tercer compartimiento, lleno a medias, Edmundo agitó puñados de diamantes, perlas y rubíes, que al caer formaban cascadas deslumbradoras, y al chocar entre unos y otros producían el sonido de granizo contra cristales. Luego de haber tocado, sentido y sumergido sus manos temblorosas en el oro y las joyas, Edmundo se levantó y echó a correr por las cavernas, con la agitante euforia de un hombre que está al borde de la locura. Saltó sobre una roca, desde donde podía distinguir el mar, pero no vio a nadie.

Estaba solo, completamente solo con estas riquezas incalculables, increíbles, fabulosas, que ahora le pertenecían. ¿Era tan solo un sueño o estaba realmente despierto? ¿Era una ilusión pasajera o estaba cara a cara con la realidad? Necesitaba volver a ver su oro, y sin embargo, sentía que no tendría la fuerza, en ese momento, para tolerar la vista. Por un momento, apoyó sus manos sobre su cabeza, como para impedir que se escapara su cordura; y luego se puso a correr por toda la isla, sin seguir un camino, ya que no los hay en la isla de Montecristo, pero tampoco una dirección fija, espantando a las cabras salvajes y a las aves marinas, con sus gritos y gesticulaciones.

Al fin, volvió al mismo sitio tomando un desvío, y aún vacilante, se precipitó de la primera a la segunda gruta, y se halló nuevamente frente a esta mina de oro y diamantes. Esta vez, cayó de rodillas, comprimiendo con sus manos convulsivas su corazón palpitante, y murmurando una oración, inteligible sólo para Dios. Pronto se sintió más tranquilo, y más contento, porque recién en ese momento comenzó a creer en su felicidad.

Se puso entonces a contar su fortuna; había mil lingotes de oro que pesaban de dos a tres libras cada uno. Luego apiló veinticinco mil escudos de oro, que valdrían unos ochenta francos de nuestra moneda actual cada uno, con el busto del Papa Alejandro VI y sus predecesores, y se dio cuenta de que el compartimiento solo estaba medio vacío; finalmente, contó diez veces la capacidad de ambas manos en perlas, pedrería y diamantes, muchos de los cuales, montados por los mejores orfebres de la época, tenían un valor artístico extraordinario, casi igual a su valor intrínseco. Dantés vio que el sol declinaba y el día se apagaba poco a poco. Temía ser sorprendido si se quedaba en la caverna, por lo que salió con fusil en mano.

Un trozo de galleta y algunos tragos de vino fueron su cena. Después colocó la piedra en su sitio, se acostó encima, y durmió apenas unas horas, cubriendo con su cuerpo la entrada de la gruta. Esa noche fue a la vez deliciosa y terrible, como otras que ya había pasado este hombre de fuertes emociones dos o tres veces en su vida.

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